TEXTO DE MARGARITA MARÍA PINTOS Y JUAN JÓSÉ TAMAYO, TEÓLOGOS - EL PAÍS - 27/06/2009 - ESPAÑA
"La violencia contra una mujer no debe dolerle sólo a ella, sino a toda la sociedad. Todos habríamos hecho lo mismo. No se puede tolerar que estos desalmados actúen al margen de la ética, que es nuestro patrimonio". Así se expresó, por boca de su esposa, al recibir la medalla de oro de la Universidad Camilo José Cela, el profesor Jesús Neira, salvajemente agredido cuando salió en defensa de una mujer golpeada por su novio.
¿Es verdad que la violencia contra las mujeres duele a toda la sociedad? ¿En una situación similar a la del profesor Neira, todos habríamos hecho lo mismo? La persistencia de la violencia de género y la insensibilidad de la sociedad ante ella, como demuestra la falta de gestos colectivos de repulsa, apuntan a una respuesta negativa.
"Cada tres minutos, una mujer es golpeada. / Cada diez minutos, una muchachita es acosada... / Cada día aparecen en callejones, / en sus lechos, / en el rellano de la escalera, cuerpos de mujeres". Esto escribía hace casi cuatro décadas la poetisa afroamericana Ntozake Shange. Hoy la situación ha empeorado y el martirologio de género crece vertiginosamente. Según el Ministerio de Igualdad, en España a lo largo de 2008 fueron asesinadas por sus parejas 70 mujeres, a las que hay que sumar 30 más este año. Estudios recientes sobre la violencia de género demuestran que la mayoría de asesinatos de mujeres se producen en la propia casa a manos de los varones con los que conviven o han convivido.
Ésta es la forma extrema de violencia de género, pero hay otras muchas que sufren las mujeres: abusos sexuales en las escuelas, parroquias, seminarios, familias y lugares de trabajo; turismo sexual en Asia, África y América Latina; mutilación de órganos genitales; lapidaciones bajo la acusación de infidelidad o adulterio; violaciones específicamente sexuales de los derechos humanos; agresiones y penas de muerte a lesbianas; prostitución forzada y prostitución de niños y niñas; violaciones colectivas en tiempos de guerra; violaciones dentro del matrimonio y durante el noviazgo; trabajo doméstico agotador; explotación de las "empleadas de hogar"; condiciones inhumanas en que viven las mujeres inmigrantes; prácticas sexuales sadomasoquistas; agresiones físicas y psíquicas; contagio del sida por los propios esposos o compañeros; asesinatos en serie; infanticidio femenino; abusos sexuales con enfermas mentales, etcétera. A todas ellas hay que sumar otras formas de violencia económica y cultural en la sociedad, en los medios de comunicación y en la publicidad.
La violencia de género no responde a un comportamiento aislado o perverso, propio de unos cuantos varones desalmados que actúan por maldad o a quienes se les cruzan los cables y en un momento de arrebato se les va la mano y golpean brutalmente a las mujeres hasta asesinarlas. Ésa es la imagen que un patriarcado supuestamente benévolo quiere transmitir a la sociedad y que ha conseguido instalarse en el imaginario social como explicación psicológica. Pero las cosas son muy distintas. La violencia contra las mujeres es estructuralmente normativa y debe entenderse y analizarse en términos sistémicos. Es el instrumento -el arma, mejor- habitual del patriarcado para mantener el poder y ejercerlo despóticamente sobre las personas que considera inferiores: las mujeres, las niñas y los niños. "La violencia contra las mujeres constituye el núcleo esencial de la opresión kiriarquica", afirma la teóloga Elisabeth Schüssler Fiorenza, que entiende el kiriarcado como el gobierno del emperador/señor/amor/padre/esposo sobre sus subordinados. Esa violencia no es sólo física; comprende también "la construcción cultural y religiosa de unos cuerpos femeninos dóciles y de unas personalidades femeninas sumisas".
Esta idea es compartida por Joanne Carlson Brown, ordenada ministra de la Iglesia Metodista Unida y editora de la obra Cristianismo, Patriarcado y Abuso: una crítica feminista, para quien la violencia y los abusos sexuales son los principales instrumentos del patriarcado en apoyo del dominio de los hombres sobre las mujeres. Lo más grave y preocupante es que en este juego de poderes el cristianismo -al menos la mayoría de sus dirigentes y de sus teólogos- apoya a una de las partes, y no precisamente a la más vulnerable.
El patriarcado no actúa en solitario, sino en complicidad con otros poderes y modelos opresores de organización, como el racial, el económico, el político, el militar, el religioso y el homofóbico. El patriarcado tiene un pacto, expreso o tácito, con todos ellos. Su actuación conjunta da como resultado la sumisión de las mujeres a la lógica de los varones, su invisibilidad social, política y religiosa, su negación como sujeto y, en algunos casos, su desaparición física, como las siete mujeres que fueron asesinadas el año pasado a tiros en Chechenia por no someterse a la rígida moral islámica.
El feminismo, una de las pocas revoluciones incruentas de la historia, provoca en el patriarcado una reacción violenta insospechada e inesperada, a veces legitimada por la jerarquía eclesiástica, que considera la "teoría de género" como una "revolución insidiosa" (monseñor Cañizares) y la "revolución sexual" una de las responsables del "alarmante aumento de la violencia doméstica, abusos y violencias sexuales de todo tipo, incluso de menores en la misma familia" (Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España, aprobado en la LXXXI Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal española el 21 de noviembre de 2003).
Más grave aún, el cardenal Cañizares, tras pedir perdón por la violencia sexual contra menores en las escuelas irlandesas durante varias décadas, relativiza la gravedad de esos abusos en comparación con el aborto. ¡Qué irracionalidad! Pero la irracionalidad episcopal llega a extremos difícilmente superables en el caso de Alfa y Omega, semanario de la Archidiócesis de Madrid, que llega a afirmar: "Cuando se banaliza el sexo, se disocia de la procreación y se desvincula del matrimonio, deja de tener sentido la consideración de la violación como delito penal" (sic). ¡Toda una legitimación "religiosa" de la violación y una gravísima agresión contra las personas violadas, que denunciamos y consideramos un verdadero delito! ¿Compartirán todos los obispos estas afirmaciones tan inmisericordes firmadas por Ricardo Benjumea, redactor jefe del "semanario católico de información" citado?
En las religiones existen modelos de dominación patriarcal que llevan a aceptar y legitimar la autoridad injusta y a influir negativamente en experiencias vitales como el amor, el cuerpo, el placer, la espiritualidad y lo sagrado, y justifican el sufrimiento de las mujeres apelando a su sentido redentor. Esos modelos de dominación no sólo no fomentan el placer, sino que lo asocian con el egoísmo. Peor aún, infligen en las mujeres dolor, al que reconocen sentido redentor y, en el caso del cristianismo, ponen como ejemplo a imitar los sufrimientos de Cristo y de los mártires.
En su obra Placer sagrado (Cuatro Vientos, Santiago de Chile, 1998), Riane Eisler distingue dos formas de estructurar las relaciones humanas: la solidaria o gilámica y la androcrática o dominadora. En cada modelo se establecen unas relaciones entre sexo, poder y amor, así como entre dolor, placer y sagrado. El primero sitúa a los hombres junto a las mujeres, a los gobernantes al servicio de los súbditos y al ser humano en comunicación simétrica con la naturaleza. Eisler demuestra desde la arqueología, el arte, el folclor y la mitología, que la dirección original en la estructuración de las relaciones humanas fue el modelo solidario y que posteriormente se produjo un vuelco cultural a favor del modelo androcrático. Creemos que para luchar contra la violencia de género es necesario volver al modelo gilámico de relaciones humanas, que debe estructurarse en torno a la solidaridad y que considera el placer "sagrado".
VOLVER A LA PÁGINA PRINCIPAL