• Las mujeres son más jóvenes


Por Javier Marías – Enero 2015 – Suplemento dominical diario El País

Es tanta la gente que hoy va por la calle con los oídos tapados por ­auriculares o por la voz que les chilla desde su móvil, que se pierden una de las cosas que a mí siempre me han gustado: frases sueltas o retazos mínimos de conversaciones que uno escucha involuntariamente a su paso. Si uno no pega el oído a propósito ni acompasa su andar al de los transeúntes locuaces –y eso no me parece bien hacerlo: es cotilleo–, le llega en verdad muy poco: en un diálogo escrito daría tan sólo para dos o tres líneas. Para alguien dado a imaginar tonterías, resulta sin embargo suficiente para hacerse una composición de lugar de la relación entre los hablantes, o figurarse un esbozo de cuento o historia. Hace unos días, al subir por Postigo de San Martín, oí una de esas ráfagas voladoras que me hizo sonreír y se me quedó en la cabeza. Pasé junto a tres mujeres que quizá estaban ya despidiéndose, paradas junto a una chocolatería, si mal no recuerdo. Eran de mediana edad, sin duda habían dejado atrás los cincuenta, aunque no me dio tiempo a reparar en su aspecto. Reían con ganas, se las notaba de excelente humor y contentas. Una de ellas dijo: “Qué bien estamos las mujeres”. Otra contestó rápida: “Ay, y que lo digas”. Y la tercera apostilló: “Y nos lo pasamos genial”. Yo continué mi marcha, eso fue todo. Pero capté bien el tono, y no era voluntarioso, sino ufano; no era que trataran de convencerse de lo que decían, sino que estaban plenamente convencidas y lo celebraban, como si pusieran una rúbrica verbal a lo bien que se lo habían pasado el rato que habían permanecido juntas. No sé muy bien por qué, me animaron y me hicieron gracia.

Sería difícil escuchar estos tres mismos comentarios en boca de hombres, y aún más en varones de edad parecida. Sería raro que se ensalzaran en tanto que sexo (“Qué bien estamos los hombres”), incluso que se rieran tan abiertamente y tan de buena gana como aquellas tres señoras simpáticas y tan conscientes de su enorme suerte. La suerte de disfrutar con las amigas, de compartir diversión y charla, con una especie de juvenilismo natural, no forzado ni impostado, irreductible. Llevo toda la vida observando que no hay demasiadas mujeres amargadas ni excesivamente melancólicas. Claro que las hay odiosas, y en la política abundan. Las hay que se esfuerzan por perder todo vestigio de humor y mostrarse duras; las hay de colmillo retorcido, venenosas y malvadas (legión las televisivas); tiránicas o brutas, zafias o de una antipatía que hiela la sangre; también las hay insoportablemente lánguidas, que han optado por andar por la vida como sufrientes heroínas románticas. Lejos de mi intención hacer una loa indiscriminada y aduladora, las hay de una crueldad extrema y las hay tan idiotas como el varón más imbécil. Pero, con todo, y pese a que hoy tiende a proliferar el tipo serio y severo, la mayoría posee un buen carácter, cuando no uno risueño. Cada vez que veo a matrimonios de cierta edad, pienso que más valdrá que muera antes el marido, porque conozco a bastantes viudos desolados y que no levantan cabeza nunca, que se apean del mundo y se descuidan y abotargan, que pierden la curiosidad y las ganas de seguir aprendiendo, que se convierten sólo en eso, en “pobres viudos” desganados y desconcertados. Y en cambio casi nunca he visto a sus equivalentes en mujeres. Apenas si hay “pobres viudas”, es decir, señoras o incluso ancianas que decidan recluirse, que no superen la pena, que pasen a un estado cuasi vegetativo, de pasividad e indiferencia. Por mucho que les duela la pérdida, suelen disponer de mayores recursos vitales, mayor resistencia, mayor capacidad para sobreponerse y encontrarle alicientes nuevos a la existencia.

De todos es sabido que las mujeres leen más, desde hace muchos años; pero también van más al cine, al teatro, a los conciertos y exposiciones, y las conferencias están llenas de ellas. Salen a pasear, a curiosear, quedan con sus amigas y viajan con ellas. He conocido a varias mujeres que ya habían cumplido los noventa (recuerdo sobre todo a María Rosa Alonso, estudiosa canaria amiga de mis padres, que aún me escribía con letra firme y mente clara e inquieta a los cien años) y se quejaban de que les faltaba tiempo para todo lo que querían hacer, o estudiar, o averiguar. Hablaban con la misma impaciencia por aumentar sus conocimientos que se percibe en los jóvenes despiertos, mantenían intactos su entusiasmo, su sentido del humor, su capacidad de indignación ante lo que encontraban injusto, su calidez, su risa pronta, su afectuosidad sin cursilería. Las mujeres han sido siempre en gran medida el elemento civilizatorio, las que han hecho la vida más alegre y más amable, y también más cariñosa, y también más compasiva. No hace falta recordar que son las que educan a todo el mundo en primera instancia y las que atienden y ayudan más a las personas cuando su final está cerca. En esas mujeres generosas (las hay que no lo son en absoluto), la generosidad no tiene límites. Pero, por encima de todo, mantienen en gran medida la juventud a la que muchos varones renunciamos en cuanto la edad nos lo reclama. Somos pocos los que no tenemos plena conciencia de los años que vamos cumpliendo, para atenernos a ellos. A numerosas mujeres les trae eso sin cuidado, para su suerte: están tan poseídas por sus energías de antaño que no hay manera de que las abandonen. “Y nos lo pasamos genial”. Cuán duradera es ya la sonrisa que me provocó esa frase celebratoria que cacé al vuelo.