El Arte Neolítico y la cultura matríztica


Tell Azmak, Bulgaria central, 6.000 a.C.
Extracto del Capítulo 2 del libro “El Cáliz y la Espada: ‪la mujer como fuerza en la historia‬” de Riane Eilser, ISBN 9789688605257.

Una de las cosas más impactantes del arte neolítico es lo que NO se representa. Pues lo que un pueblo no ilustra en su arte, puede decirnos tanto sobre ese pueblo como lo que SÍ muestra.

Un tema notorio por su ausencia en el arte neolítico, en marcado contraste con el arte posterior, es la imaginería que idealiza el poderío armado, la crueldad y la fuerza basada en la violencia. Aquí no hay imágenes de “nobles guerreros” o escenas de batallas. Tampoco existen huellas de “heroicos conquistadores” arrastrando a sus cautivos encadenados, u otras evidencias de esclavitud.

También, en agudo contraste con los restos de sus más antiguos y primitivos invasores masculino-dominantes, es evidente en estas sociedades neolíticas adoradoras de la Diosa, la ausencia de pomposas tumbas de “caudillos”. Y también en contraste con ulteriores civilizaciones de dominio masculino, como la egipcia, aquí no hay trazas de poderosos gobernantes que acarrean consigo a la otra vida a seres humanos más débiles, sacrificados a su muerte.

Anfora Etrusca, Italia, Museo Lieden.

Tampoco hallamos aquí, de nuevo en contraste con posteriores sociedades dominadoras, grandes escondites de armas u otros signos de aplicación intensiva de tecnología material y de recursos materiales a la fabricación de armas. La inferencia de que esta época fue mucho más pacífica  de lo que se piensa –y que en realidad, se caracterizaba justamente por esto-, se ve reforzada por otra ausencia: las fortificaciones militares. Éstas comienzan a surgir sólo gradualmente, al parecer como una respuesta a presiones de las belicosas tribus nómadas que llegan desde los confines del mundo, lo cual examinaremos más adelante.

En el arte neolítico, ni la Diosa ni su hijo-consorte portan los emblemas que hemos aprendido a asociar con el poder –lanzas, espadas o relámpagos, los símbolos de un soberano y/o deidad terrenal que se hace obedecer a través de la muerte y la mutilación. Aun más, es impactante en el arte de este período la carencia de la imaginería gobernante/gobernado, amo/súbdito, tan característica de las sociedades dominadoras.

Lo que sí encontramos por doquier –en templos, casas, en pinturas murales, en la decoración de vasos, de esculturas, estatuillas de greda y bajorrelieves-, es un rico despliegue de símbolos de la naturaleza. Éstos, asociados al culto de la Diosa, atestiguan el temor y admiración por la belleza y misterio de la vida.

Figulas femeninas con meandros.
Rumania, 5.000 a.C.

Están presentes los elementos sol y agua que sustentan la vida, como por ejemplo los diseños geométricos de formas ondulantes, llamados meandros (que simbolizaban el flujo de las aguas), tallados en un altar de la Vieja Europa alrededor del 5.000 a.C. en Hungría. Están las gigantescas cabezas pétreas de toros con enormes cuernos enroscados pintadas en los muros de los santuarios de Catal Huyuk; los puercoespines de terracota del sur de Rumania; los vasos rituales en forma e ciervo de Bulgaria; las esculturas ovaladas de piedra con cara de pez; y los vasos ceremoniales en forma de pájaro.

Hay serpientes y mariposas (símbolos de la metamorfosis), que en los tiempos históricos aún se identifican con los poderes transformadores de la Gran Madre, como en la impresión de un sello de Zakro, al este de Creta, que retrata a la Diosa con alas de mariposa. Aún en un periodo muy posterior, la doble hacha de los cretenses, reminiscencia del hacha-azadón usada para desmalezar tierras de cultivo, era la estilización de una mariposa. Al igual que la serpiente, que cambia su piel y “renace”, era parte de la epifanía de la Diosa, y también otro símbolo de sus poderes de regeneración.

Por todas partes –en murales, estatuas y estatuillas votivas- encontramos imágenes de la Diosa. En sus diversas encarnaciones como Doncella, Ancestra o Creadora, ella es la Señora de las aguas, de las aves y del mundo subterráneo, o simplemente la Madre Divina acunando a su hijo divino entre sus brazos.

Toro de Zacros, Creta

Algunas imágenes son tan realistas que casi parecen estar vivas, como la resbaladiza serpiente de un plato de principios del V milenio a.C. en un cementerio de Eslovaquia occidental. Otras son tan estilizadas que incluso se ven más abstractas que nuestro arte más “moderno”. Entre éstas hallamos los grandes y estilizados vasos o cálices sacramentales en forma de una mujer entronizada, tallada con ideogramas de la cultura Tisza de Hungría sudoriental; la Diosa con cabeza en forma de columna y brazos cruzados, de Rumania del 5.000 a.C.; y la estatuilla de mármol de la Diosa, del Tell Azmak, Bulgaria central, con brazos esquemáticos y un exagerado triángulo púbico, que data del 6.000 a.C. Otras imágenes son extrañamente hermosas, tal como un pedestal de 8.000 años con cuernos y pechos de mujer, hecho en terracota –que en algo recuerda a la clásica estatua griega llamada Victoria Alada-, y los vasos pintados de Cucuteni, con sus gráciles formas y ricos diseños geométricos en espiral, imitando serpientes. Y otras, como las cruces talladas en el ombligo o cerca de los senos de la Diosa, plantean interrogantes de gran interés sobre los significados primitivos de nuestros símbolos más importantes.