Por Virginia Gawel - www.centrotranspersonal.com.ar
Cuando llegamos a comprender eso, somos como una fruta madura de tanto sol, tanta lluvia, tanto frío, tanta intemperie. Cuando tu madre es “tu madre” con frecuencia esta se desdibuja; al hacer su retrato dentro tuyo hay cosas que no coinciden: “Una madre debería tener otra mirada”; “Una madre debería abrazar más seguido (o con menor frecuencia, o hacer más de esto y mucho menos de aquello…)”. Tenemos un mapa de cómo debería ser “una madre” (ese ser puro, abnegado, sacrosanto, inmolado, que aparece en la literatura, las canciones, las publicidades: arquetípicamente perfecto).
Pero un día nos damos cuenta (no porque nadie nos lo diga, sino porque las grandes revelaciones implican el corrimiento del hábito de ver las cosas como siempre las vemos). Un día nos enteramos de que nuestra madre no es un arquetipo, no es una idea: ES UNA PERSONA. Ni más, ni menos. Advertimos, por ejemplo, que cuando nosotras teníamos diez años (por decir una edad) ella quizás tenía 35, con el mismo desconocimiento de la vida que nosotras teníamos o tenemos a esa edad. No: ella no lo sabía todo. No: no era que ella no necesitara nada porque era madre. No: no había nacido solamente para tenerme a mí. No: no tenía la llave de la vida y me retaceaba, quizás, la gloria porque no era una niña lo suficientemente buena. Sí: tenía miedo, presiones que ignoramos, anhelos que nunca dijo, limitaciones que quizás después fue superando.
Cuando esta revelación acontece (¡”Mi madre es una persona!”), con frecuencia miramos esos ojos y vemos que detrás de ellos hay, ni más ni menos, una porción de la Vida, que, -por esta vez-, vino a cumplir, entre muchas otras facetas de su destino, la tarea de ser nuestra madre; como quienes, antes de una obra de teatro, se reparten los roles del libreto. “Para esta función yo haré de hijo, y ella hará de madre; pero ambos seremos solamente seres, vestidos con esos ropajes provisorios.”
Cuando un hijo madura va generando estos efectos con su ampliación de conciencia:
- Le otorga a su madre el derecho a haberse equivocado. Esto no quiere decir que ni lo mencione: con frecuencia lo mejor será hablar del pasado, repensándolo como dos seres que quizás vinieron a este mundo para ayudarse a evolucionar dese estos provisorios roles. Pero si eso no es posible, la hija “amasará” las harinas de lo que fue, -no de lo que “debería haber sido”-, para ver qué buen pan puede hornear en el ahora.
- Una empieza a ver a su madre tal como es. Y quizás pueda amarla por primera vez en la vida tal como es. No como no fue. No como hubiésemos querido que fuese. Sin idealizaciones, sin proyecciones. Como es. Y experimenta el alivio de no tener que endiosarla ni defenestrarla, sino simplemente mirarla apreciativamente como persona, en todo lo que de ella se pueda apreciar.
- Deja de esperar. Sí: hay cierto tipo de hija que pierde en tren de la vida por seguir esperando que su madre le dé lo que nunca le dio, finalmente sea como nunca fue, le reconozca lo que no le reconoció, lo elija con la exclusividad con que siente que no lo eligió. Admitir lo que no es, admitir lo que es, será parte de la nueva madurez. Y a partir de ello uno simplemente hace esto: da vuelta la hoja, y sigue la vida. Deja de ser una niña mendicante o demandante. Y en ese punto observa cuánto elige a esa persona que, para este viaje, es su madre. Ésa: no la que “debería haber sido”. Ésa: no la idealizada (porque cuando idealizamos a alguien no le damos permiso a ser una persona real, con necesidades, impedimentos, rasgos no crecidos, y también maravillas, en este caso, ajenas al rol de madre).
- Deja, por ende, de reclamarle a otros lo que siente que su madre no le dio: ni la vida, ni la pareja, ni la amistad ni nuestros propios hijos fueron inventados para resarcirnos de lo que sentimos no haber recibido en la infancia. “Madre hay una sola” podría significar que no corresponde reclamarle a nadie más lo que no pude recibir de ella, ni lo hermoso que ella sí me daba pero que no encuentro luego en los demás.
Es cierto: hay madres tóxicas de las cuales es necesario tomar la necesaria distancia para que no nos enfermen la vida. Pero no son la mayoría, no: con mucha frecuencia lo que evaluamos como “madre tóxica” es solamente una persona que no pudo ser como hubiéramos querido (quizás, inclusive, como hubiéramos legítimamente necesitado). Descubrirla así, como una persona, nos pone ante la posibilidad de establecer una amnistía (porque quizás nosotros tampoco podemos ser la persona que quisiéramos). Y ver lo que sí es: esa persona. “Desmadrarla” sin haber trabajado el vínculo lo suficiente puede tener costos más altos de los que imaginamos.
Si aún está viva, tratad de investigar, -ya de persona a persona-, cuál es el vínculo posible con ese Ser: el mejor que podamos tejer si dejamos de ejercer el rol de una niña reclamante. Si ya no está, poder revisar por dentro cómo debe haberle resultado ser ese Ser que fue. Sin idealizaciones. Sin proyecciones. Vehículo para que seamos; instrumento de la Vida para que descubramos una parte de nuestra identidad gracias a sus cuidados y a sus descuidos.
Y si aún está en esta vida, recordar que ella transita, -como todos- esa misma situación que el poeta Goytisolo le describió a su hija Julia cuando los consejos se le acabaron: “No sé decirte nada más, pero tú debes comprender/ que aún estoy en el camino… en el camino…”.
Ese incompleto ser llamado “madre”. Que es, primero una persona: un otro que necesitamos ver, quizás, con nuevos ojos. Una, y otra, y otra vez…