• Entrevista a Nieves Crespo, hermana salesiana en Etiopía

“Los documentales no valen,
hay que sentir los huesos del niño
hambriento entre los brazos”

ENTREVISTA DE KOLDO ALDAI - JUNIO 2009
Ella sabe que los logaritmos pueden esperar, que a la vuelta de África, siempre habrá una pizarra donde revelar complicada matemática a alumnos de estómago satisfecho. Mientras tanto, la suerte de Nieves Crespo (1969, Madrid) está echada al borde del desierto, junto a los últimos de la tierra. En el abrazo a los más desprotegidos, Jesús se le ha manifestado con una fuerza desconocida.

Nieves es feliz en Zway http://www.zwayetiopia.wordpress.com/ la misión que las salesianas tienen a dos horas al sur de Addis Abeba. Tras seis años de docencia en España, partió para allí. Cuando aterrizó en el 2002, más de 10.000 adultos y niños llamaban a las puertas de su hogar salesiano huyendo de una hambruna atroz. La falta de lluvias traía muerte. El milagro obró y la fe de Nieves pasó su prueba de fuego. Ya no quiere dejar aquel mundo, aquel milagro que se consuma cada día, de una vida siempre renacida, de una acción de gracias siempre inacabada.

Con brillante carrera en ciencias exactas tenía un prometedor futuro de docente, pero ella prefirió vivir al límite, pulsando a cada instante ese milagro sostenido, constatando permanentemente la presencia salvífica de Dios.

Rumbo a ese milagro se pondrá en camino el próximo octubre la caravana sintergética de sanación. Profesionales de la medicina acamparán en los pagos de la misión y se pondrán a las órdenes de las cinco hermanas que la regentan, para colaborar en el alivio de estómagos y consuelo de los cuerpos.

Nieves ha debido volver a Madrid por temas familiares. La buscamos en medio de su gran ciudad, familiar y extraña al mismo tiempo, en la que no se termina de ubicar. En el jardín del Plantío escruta los cielos, como si buscara un avión que la lleve de nuevo a las sabanas del compromiso. Mientras aguarda un vuelo que no termina de llegar, le acercamos grabadora. Fular al cuello, vaqueros y deportivas, su austeridad cuestiona lo superfluo. La vida se le ha escapado ya varias veces entre los brazos y por eso sabe bien que cuanto nos sobra, ha de ser invertido en garantizar otras vidas amenazadas.

Habla de África y vibra el gozo en sus palabras…

-¿Por qué África?
-Es una suerte poder trabajar allí con los más pobres, compartir la vida con gente que está al límite y de la que siempre estás aprendiendo. Pedí ir a África y me tocó Etiopía. No solicité ir a Etiopía, pero Etiopía me ha cambiado.

-¿Qué aprendes de la gente que está al límite?
A relativizar prácticamente todo. He tenido niños moribundos en mis brazos cuyas vidas dependían de lo que en ese instante pudiera hacer. Llegué en Junio del 2002. Ese año fue de sequía, como la del famoso 1984. Aún recuerdo una mujer, Fatuma, que alcanzó la misión con un niño moribundo entre sus brazos. Yo, ingenua, le pregunté que cómo había esperado tanto y ella me respondió que ya había enterrado a sus otros tres hijos. Ver tanta gente al borde de la muerte, cuya vida dependía de nuestra ayuda, me descolocó totalmente en mi escala de valores.

-¿Qué te ha enseñado Etiopía?
Todos los días aprendo. Estamos mucho con los niños, las mujeres y las adolescentes que a los 14 años se convierten en la esposa del hombre que le asigna su familia. Hace falta tiempo y humildad para entrar en ese mundo tan diferente.
Del pueblo etíope lo que más he aprendido ha sido la sonrisa. He descubierto que la gente sin nada, vive constantemente una situación extrema y no por ello hace una tragedia. Desembarqué cuando la hambruna. Venía de Madrid donde llevaba seis años dando clase y el choque fue brutal. Fue llegar a una realidad que te vapulea. La amenaza de muerte se cernía a causa de una simple desnutrición.

-¿Tiene esperanza Etiopía y África? ¿Hay amanecer?
-Sí, sí la hay. Si no, no estaría allí. Hay pequeños amaneceres, pero no hay un interés serio “de los grandes” para que cambie la situación. Por mi parte, vivo esa esperanza en niños, en poblados concretos… Vivo esa esperanza en las vidas que van cambiando, al margen de las grandes instituciones, en los chavales que se atreven a soñar con un futuro más prometedor.

-¿No te embarga una suerte de impotencia ante todo lo que resta por hacer…?
-Hasta que llevaba más de un año allí, no me dio tiempo a observar esa impotencia. Al aterrizar en medio de aquella urgencia, no dio ocasión a plantearse qué hacer, porque supimos desde el primer momento que nuestro deber era abrir las puertas. Aquello supuso diez mil personas comiendo cada día. De los cien que alimentábamos en un comienzo pasamos a doscientos, después a quinientos…, hasta llegar a los diez mil. La impotencia vino después con la reflexión de que, por poquito que se moviesen los que de verdad se debían mover, mucha realidad hubiera cambiado. Con la implicación verdadera de la gente que mueve hilos, se abriría otro futuro.

-De profesora a enfermera…
-En un momento de hambruna generalizada éramos el único punto de ayuda en doscientos kilómetros a la redonda. En aquellos días viví una crisis personal. Se me hacía muy duro tener que elegir quién comía. Nosotras salíamos fuera y veíamos a las madres y niños desnutridos y les preparábamos un carnet con una foto. De esa forma teníamos un control de quien comía. Era la única forma, pues si no aquello nos hubiera desbordado.

-¿Qué se siente a la noche, agotada, tras dar de comer a 10.000 personas?
-A la noche me venía a la memoria la salida del mediodía. Teníamos que ir fuera a elegir a los cien nuevos a los que se les hacía el carnet. Cuando elegía a esos, sabía que, muy probablemente, los que no elegía se iban a morir. Me asaltaban a la mente los rostros de niños y me preguntaba: “¿Este niño seguirá vivo?”, “¿Este niño que no hemos podido coger, qué habrá sido de él?”

-¿Junto con ese dolor, la satisfacción de la gente salvada?
-Sin duda. Además de dar de comer, iniciamos un hospital de campaña a partir de un pequeño curso que nos dio UNICEF. Nos dieron dos tiendas de lona y empezamos nosotras a poner las primeras sondas gástricas con una enfermera. Cuando ves a niños, que se han estado debatiendo entre la vida y la muerte en ese hospital de campaña y que finalmente salen adelante, sientes una satisfacción enorme. A niños de ese año de hambruna, les hemos ofrecido un futuro y ahora están en segundo de primaria. Hemos hecho simplemente lo que había que hacer en esa situación límite y eso nos llena de satisfacción.

¿Qué ves a través de la sonrisa de esos niños a los que les habéis devuelto la vida?
Tanto a través de la sonrisa, como del sufrimiento, veo a Dios. No puedes ver otra cosa. El pueblo etíope es super acogedor. Hay una gran sencillez y pureza. Ellos te dicen: “Egziabier Estelin”, que quiere decir : “Gracias y que Dios te bendiga”. Todos los día, repartimos un pan (“fafa”, compuesto de harina vitaminizada) que hacemos en el horno para los niños de la escuela. Me impresiona cuando dicen “Galatoma, Amesegenalo, Egziabier Estelin”, Un día me vi a mí misma cayéndoseme las lágrimas. No estaba acostumbrada a que un niño me bendijera por un trozo de pan.

-¿Vuestra misión debe estar sobrebendecida entonces…?
-Sí, creo que sí… Cuando estamos con los más pobres, Dios nos bendice. Dios está con los últimos. Para que te hagas una idea… Cuando llegué en el 2002 con la hambruna, se hacía preciso realizar cambios en la organización, adquirir nuevos materiales, grandes cazuelas… para poder hacer frente a la situación. No teníamos un proyecto económico. Hicimos frente a la emergencia con el único dinero que nos enviaba la gente que nos conocía. No faltó ni un solo día para comer. Después de todo aquello, la escuela ha crecido mucho. Ahora tenemos a 2.500 chavales.

-¿La fuerza para mantenerse allí, viene también de Dios?
-Evidentemente. Yo fui allí para encontrarme con Dios y con Jesús. En la situación que vivimos, eso no resulta difícil. Coger a los niños harapientos, a los últimos de la tierra y llevármelos a los brazos, no me representa ningún esfuerzo. Todo lo contrario. Para mí es un regalo poder encontrarme con Dios en esa situación límite a través de los niños. He visto a agnósticos que han cambiado después de estar allí… Hemos visto verdaderos milagros de niños que, una vez curados, se les ve sonreír, milagros que no son posibles sólo desde la bondad del hombre.

-¿Enseñar logaritmos o servir “fafa” a la masa hambrienta?
-Abrazar a la masa. La gente que me conoce ya sabe bien por dónde respiro… Mejor no me den a elegir. Yo antes de salir para allí, daba clases de matemáticas y programación. No tiene nada que ver. Aquí también puedes encontrar a Dios. Como salesianas tenemos nuestra una educativa muy importante... Es cierto lo que se dice de que hay otras pobrezas en la gente, pero la verdad es que yo aquello no lo cambio por nada. Abrazar a Jesús en el pobre es algo especial. Con muy poquito, estamos allí salvando y cambiando vidas concretas.

-¿Algún caso en particular?
-Recuerdo a un chaval, Birhano, cuyos dos hermanos se estaban muriendo. Estaban incluidos en el programa de nutrición. A su madre le dimos trabajo preparando la “fafa”. A él le instruimos durante tres años en informática. Hoy en día, está trabajando en Addis Abeda. Tiene una posición honrada y tanto él como su familia se permiten el soñar con un futuro diferente.

-¿La adopción es ayuda?
-Es ayuda cuando no queda otra. Si el niño no va a tener nunca la posibilidad de crecer en un entorno familiar, de desarrollarse con cariño, bendito sea Dios, que permite que ese niño crezca en otro hogar donde le quieran.

-¿Hay renuncia en tu opción?
-Si gozas con lo que haces no hay renuncia al dejar lo demás. No hay mucha gente dispuesta a vivir allí y sin embargo con muy poquito se puede hacer mucho bien.

-¿Es imprescindible tener fe para permanecer en el corazón de la miseria?
-Yo creo que sí. Llámale la fe que quieras, pero la fe en Dios has de tenerla, si no… Una persona sin fe allí, yo no sé a qué se agarraría. De hecho, no he conocido allí gente trabajando que no tuviese sus creencias y no digo necesariamente una creencia católica.

-¿Flaquea en algún momento esa fe?
-En algún momento puede flaquear, pero es mucho más importante la fuerza del seguir adelante, de seguir luchando y cambiar aquello. En verdad tropezamos con situaciones muy límites. Me acuerdo de un domingo que veníamos de celebrar la Pascua de Resurrección, cuando me acerqué a un niño moribundo en el hospital de campaña. Fue el primer niño que expiró en mis brazos por desnutrición. La desnutrición, al complicarse con una neumonía o una malaria, se convierte en enfermedad mortal... La Resurrección se manifestaba extrañamente aquel domingo, misterio de una muerte evitable.

-¿Pero no te puedes quedar con eso, no?
-Efectivamente. Has de reparar en el 99 % que se han salvado y no en el uno que se ha ido. Hay hechos como éste que lo vives desde la fe o realmente te destrozan. Yo no sé si sería capaz de estar en Etiopía sin fe. De hecho la fe es la que me ha empujado hasta allí. El ver cambios tan radicales allí, constatan la presencia de Dios. Con el tiempo observas la realidad cada vez más con los ojos de la fe. Comienzas a ver los hechos, no como casualidad, sino como parte de un plan de Dios.

-¿Te sientes en las manos de Dios?
-Es que no puedes estar en otra parte y eso te cambia la vida. Cuando nos alcanza una comprensión desde la fe, cuando ves los acontecimientos desde la perspectiva del plan de Dios, las cosas las enfocas de otra forma. Los problemas dejan de ser una carga.

-¿Qué puede hacer el Norte por el Sur, España por Etiopía…, qué podemos hacer nosotros por Zway?
-Ya se está haciendo, pero hay que reconocer la realidad para que la realidad te toque. No sirven los documentales. Hay que sentir los huesos del niño hambriento que coges entre tus brazos. Toda persona que toma contacto directo con aquella realidad se compromete después de una u otra forma. Una vez tocado ese mundo, ya no somos los mismos. Aquí estamos muy ocupados y estamos en otra honda. Yo creo en la generosidad de la gente, pero la gente anda despistada. No es sólo cuestión de colaborar. Son muy importantes las donaciones, apadrinamientos…, pero hay que dejarse tocar por aquella situación extrema.

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