Arriba: la mujer en la playa. Abajo: La policía obligándola a sacarse su ropa y multándola por llevarla. |
Por Najat El
Hachmi, Escritora :: Diario El Periódico :: 26 de agosto del 2016.
La foto de la mujer a la que en Niza obligaron a quitarse su ropa en público humilla
porque es una mujer, porque su origen és el que es, y porque ella es de una clase
social determinada
De pequeñas nos lo
enseñaron, nos dijeron: niñas, chicas, cuando empecéis a ser mujeres, vestíos
como es debido, ocultad vuestros cuerpos porque en ellos está la tentación, la
vergüenza, el demonio. Nuestro deseo de hombres es impetuoso, irrefrenable y no
lo podemos controlar, es más fácil que seáis las mujeres las que os disimuléis
bajo las telas para no provocarlo. En la zona de donde yo vengo, al norte del
sur y al este del oeste, nos mandaban cubrirnos las cabezas una vez casadas
para distinguirnos de las solteras, porque nada era más deshonroso que asediar
a la mujer ajena. Asediar a la hija o la hermana de otro no era tan grave.
Nos decían que nos
cubriéramos las partes que incitaban a las conductas prohibidas y antes incluso
de tener culo o tetas ya sabíamos que estas eran carnes delictivas. Tampoco era
tanta controversia; entonces, los vestidos de madres y abuelas, generosos
trozos de tela, no dejaban mucho margen a la transgresión. Por eso no insistían
mucho en los mensajes para reglamentar la indumentaria de las mujeres.
TRES HURACANES
Pero de repente todo se
trastocó. Tres huracanes que no habíamos elegido lo convulsionaron todo. El
primer huracán fue la modernidad que entró en las casas y en nuestros gustos, y
que nos hizo descubrir nuevas formas de vestir, de llevar el pelo, de modificar
nuestra apariencia más allá de los antiguos tatuajes, la henna temporal o el
khol recién molido por las abuelas. Descubrimos pantalones y camisas, y después
puntos y licras que se pegaban al cuerpo, aberturas nunca imaginadas.
El segundo huracán fue la
emigración que envió a pueblos enteros hasta las desconocidas tierras europeas,
donde tendríamos que pensar de nuevo como si hubiéramos salido de la nada,
donde tendríamos que esforzarnos en picar piedra para entender las raíces y
decidir libremente, se supone que ahora sí, cómo queríamos conjugar todas estas
piezas: la tradición, la feminidad, la religión, la democracia y el gusto y la
estética, por supuesto.
Todavía no habíamos
empezado a pensar sobre ello cuando llegó el tercer huracán, el del miedo, el
de la contrición, el que nos instaba a frenar las ansias de cambio, el que nos
dice, en boca de turbios telepredicadores de poca monta -con toda la barba, eso
sí- que el principal peligro para la supervivencia de nuestra religión, la
quisiéramos o no, éramos nosotras mismas y sobre todo, sobre todo, nuestros
cuerpos.
ANTE EL ESPEJO
Con todo esto crecimos,
cada mañana ante el espejo teníamos que decidir qué nos poníamos, algo tan
superfluo que se convirtió en el centro de todo. Según qué llevábamos o no
sobre el cuerpo significaría unas cosas u otras; lleváramos lo quelleváramos
seríamos siempre un mensaje, un posicionamiento en medio de una frontera que no
sabíamos dónde empezaba y dónde terminaba, al ser más de los unos que de los
otros. Que si te pones pañuelo eres de los unos, que si pantalones ajustados,
de los otros, que si maquillaje, de estos, que si falda larga hasta los pies,
de aquellos.
Por eso no tardaron en
llegar las contradicciones, pantalones que cortan la respiración y cabeza
tapada, enormes ojos sombreados, labios rojos y chilaba. Unas optaron por
cubrirse porque eso las hacía sentirse seguras, protegidas. También hubo que lo
decidieron a conciencia después de leer las fuentes y hacer el esfuerzo de
interpretar ellas solas su propia religión, sin barbudos de medio pelo de por
medio. Hubo quienes, hartas de que les pidieran que se camuflaran en las nuevas
tierras, de que les dijeran mira que eres mora, un buen día se hicieron más
moras que nunca con un pañuelo bien vistoso, así, en medio de la clase y ahora
sí que tendréis motivos para decirme que no me integro.
Muchas otras decidimos,
contra todo tópico, deshacernos de las ropas de nuestras madres, quitarnos la
vergüenza del cuerpo femenino, destaparlo hasta donde permitía el gusto
estético y no la moral. Elegimos esta opción para no pagar con nuestras carnes
ninguna supuesta lucha de civilizaciones ni de religiones, para no marcarnos la
piel con telas convertidas en símbolos identitarios. A las que elegimos no
taparnos nos cogió un orgullo de cuerpo de mujer, fuera lo prohibido, fuera la
vergüenza y fuera la deshonra. Si es tentación, que lo sea, es vuestro
problema. Enseñaríamos lo que nos diera la gana para deshacernos precisamente
de todos los escupitajos que se deslizaban sobre nuestra piel desde hacía
siglos y que nos tildaban de impuras. Nos aferramos a esta actitud porque nos
daba poder, suponía desafiar los preceptos, encararse con la herencia
patriarcal con la carne y los huesos y reclamar, de paso, también nuestro
derecho al deseo. Lo pagamos, claro, no fue fácil.
CON ELLOS NO SE ATREVEN
Según cómo vistes es que
pides guerra, así que trágate las persecuciones diarias, las miradas y las
palabras malsonantes en según qué barrios, trágatelo todo porque tú te lo has
buscado. Pero hemos resistido, aunque a veces eran los propios autóctonos, los
sin religión y criados en democracia, los que nos decían: chica, te has pasado,
¿en tu país te dejarían ir así de fresca y ceñida? Nos hicimos inmunes a los
comentarios de unos y otros porque por encima de todo queríamos defender la
presencia de nuestro cuerpo, nuestra presencia, en el espacio público, sin
restricciones. Hasta al toples y las playas nudistas llegamos algunas.
Casi ya lo habíamos
conseguido, ya habíamos olvidado que nuestras carnes pudieran ser campo de
batalla. Y de repente nos llega la fotografía que plasma una agresión en toda
regla: dos policías se acercan a una mujer en Niza y la obligan a desvestirse.
Estaba la señora allí tumbada, ni siquiera había entrado en el agua, pero los
policías no se fueron hasta que ella enseñó bastante carne. Un puñetazo, una
humillación. Porque es mujer, porque su origen, reciente o remoto, es el que
es, porque es de una clase social determinada. No se atreverá, no, el francés que
gobierna a hacer desvestir las mujeres de los jeques del Golfo que se pasean
por los Campos Elíseos negras hasta los ojos. Nos hierve la sangre ante la
instantánea y de repente hemos retrocedido en el tiempo y estamos, de nuevo, en
el punto de tener que conquistar de nuevo el espacio público. A ellos, los
hombres, nadie les hará desnudarse, ni les dirá cómo deben vestir. Nos hierve
la sangre y el nosotros que creíamos tan sólido cambia, nos engloba de nuevo a
todas, tapadas y destapadas, porque ante todo es el nosotras de ser mujeres.