La mayoría de las mujeres
prefieren ser buenas antes que disfrutar de la vida; durante generaciones se
les ha inculcado que han de ser resignadas y complacientes. Pero la experiencia
demuestra que solo aquellas que conocen sus metas y luchan por ellas digan lo
que digan los otros, las alcanzan.
A lo largo del libro “Las
chicas buenas van al cielo y las malas a todas partes” de Ute Ehrhardt (Debolsillo Clave, ISBN
978-84-9989-779-0) la autora analiza las coartadas amenazas y trampas que las
mujeres se tienden a sí mismas para impedirse el acceso una forma más amplia y
enriquecedora de existencia: tópicos, prejuicios, reflejos de sumisión están
tan interiorizados que son lastres en el camino de su plena realización. Para
luchar contra ellos, propone una serie de estrategias cuyo fin es liberar a las
mujeres de los sentimientos de culpa y de la mala consciencia que les produce
su derecho a intentar ser felices por ellas mismas.
Las mujeres son el sexo
bueno. Amables, complaciente, modestas y generosas. Eso es lo que se espera de
ellas, pero también concuerda con la imagen que toda mujer alberga en su
interior.
Se tiene la impresión de
que ser buena es la clave del éxito, cuando lo cierto es que ocurre todo lo
contrario.
Hoy en día, las mujeres ya
no quieren ser sólo buenas. La idea que tiene de sí mismas ha cambiado. Sin
embargo, la nueva mujer todavía está llena de contradicciones. Sabe imponerse,
pero a menudo con mala conciencia. Por fuera permanece impasible, pro por
dentro se desencadena un conflicto: por una parte, la nueva mujer quiere gustar
y caer bien, y se esfuerza por agradar a todo el mundo, pero, por otra parte,
también sabe que de este modo entra en el juego de las dependencias. Desea
imponerse, pero sin herir; aspira a alcanzar su meta, pero no quiere arrollar a
los demás; pretende ser crítica, pero sin dejar a nadie en mal lugar; procura
expresar su opinión y convencer, pero no quiere manipular a nadie; desea
mostrarse segura de sí misma, pero le aterra asustar a los demás.
Sin embargo, las dudas
ocultas acaban por salir a la superficie, aunque sólo sea fugazmente. Se
manifiestan a través de ligeros matices del lenguaje corporal. Una cabeza
levemente inclinada, un atisbo de indecisión en la mirada o una breve sonrisa
insegura significan: “En el fondo no estoy tan segura”. Un leve gesto apenas
esbozado, aparentemente insignificante, se convierte en un desafío: “Hazme
cambiar de opinión”. O bien: “Mi resistencia no es del todo sincera”.
Las mujeres tienen
facilidad para ponerse en la situación de los demás. Entienden los motivos que
les llevan a sostener una opinión determinada. Se meten en su pellejo. De ahí
que les resulte difícil imponer sus deseos o mantener su opinión.
Si observamos el papel que
desempeña habitualmente la mujer en las series de televisión, nos encontramos
con un personaje perfecto y todopoderoso, aunque siempre complaciente. Con una
sonrisa en los labios, se ocupa de las tareas del hogar, de su trabajo, de los
niños y de cumplir con sus obligaciones como esposa. Apoya con abnegación la
carrera de su marido. Es guapa, va siempre arreglada, está en plena forma y
llena de energía. Es atenta, dócil y servicial. Se sacrifica y no espera
gratitud. Aunque en un puesto subalterno, obtiene ciertos éxitos profesionales.
Las mujeres padecen más
ansiedades y depresiones que los hombres. Creen que tiene que rendir más que
ellos para alcanzar el mismo reconocimiento, y la experiencia les da la razón.
Las mujeres se esfuerzan en ser más perfectas, más aplicadas, más flexibles,
más complacientes y en mostrar más compañerismo que sus colegas masculinos. Sin
embargo, obtienen unos resultados bastante modestos. A menudo rinden
efectivamente más que ellos, pero no se les paga ni se las valora según su
rendimiento; ellas mismas son las que menos reconocen sus méritos.
Aún sigue teniendo validez
el viejo refrán: “No hay atajo sin trabajo”. Así que las mujeres e matan a
trabajar y rinden mucho; pero, por desgracia, casi siempre donde no deben.
Realizan los trabajos auxiliares, ayudan a los demás y creen que de este modo
van a acumular puntos positivos para ir ascendiendo. Descargan a sus colegas
masculinos o a sus maridos de las tareas más ingratas, y éstos se lanzan sin
dudarlo hacia trabajos mas prometedores. Las ayudantes, en cambio, se quedan a
medio camino. Sólo las mujeres que utilizan estrategias más hábiles consiguen
llegar hasta la cima. Trabajar para otros es una mala estrategia, tan mala como
la modestia. Muchas mujeres ocultan sus méritos; no quiere vanagloriarse.
Esperan que los otros las descubran, y si nadie reconoce sus aptitudes, en el
mejor de los casos se vuelven refunfuñonas y, más probablemente, depresivas o
alcohólicas. “Las mujeres han nacido para servir a los demás”, afirma un jefe
de sección. En su opinión, las mujeres trabajan mejor en el área de prestación
de servicios, donde, si bien en
pequeña escala, pueden ser independientes. Según él, “servir a los demás” forma
parte de su naturaleza. Y muchas mujeres, con su conducta, le dan
indirectamente la razón: hacen exactamente lo que se espera de ellas; no se
abren paso; renuncian a imponer sus buenas ideas. Tanto en la vida profesional
como en la privada, las mujeres creen que salen ganando si son buenas y resignadas.
Confían en retener para siempre a un hombre guardando silencio, mostrándose
comprensivas y complacientes y librándole de lo molesto. Esperan recibir la
aprobación y el afecto a cambio de su altruismo y servidumbre. Consideran el
ser amable como la única estrategia de éxito; de eso no les cabe la menor duda.
Todavía siguen apostando por el modelo de sus madres, cuando la experiencia
hace tiempo que les ha enseñado que las mujeres descaradas, las rebeldes y las
atrevidas son las que salen adelante ¡Nunca las buenas, y rara vez las mejores!
Las mujeres se exigen con
frecuencia una capacidad de rendimiento y de aguante que puede alcanzar
extremos irreales. Los éxitos ¡que se obtienen con cierta facilidad no tienen,
para muchas mujeres, ningún valor. Se esfuerzan increíblemente y avanzan mucho,
y si llegan a la meta, piensan que ha sido cosa del destino. No creen que su
éxito será el resultado de su esfuerzo. Piensan que sus aptitudes y su trabajo
no bastan por sí solos para conseguir buenos resultados. Si algo les ha salido
bien, lo atribuyen a circunstancias exteriores, a la suerte o a la casualidad.
Si no alcanzan su propósito, ello les confirma el concepto que tienen de sí mismas aunque no lleguen a expresarlo: no están
suficientemente capacitadas. Seguro que otros lo hubieran hecho mejor. Se
irritan consigo mismas, se repliegan y cogen miedo a los desafíos.