Iemanjá es la diosa de las aguas saladas. Su leyenda
proviene de la etnia yoruba, grupo originario del territorio de Nigeria, en el
oeste africano.
También conocida como Janaína, cruzó el Atlántico y llegó a
América gracias a la piadosa intervención del fraile castellano Bartolomé de
Las Casas, cuando a mediados del siglo XVI, hizo entender a sus compinches
conquistadores que los indios eran gente y no animales de carga. Por lo tanto
no podían ser esclavizados ni sometidos a trabajos penosos. “Si quieren
esclavos, traigan negros del Africa, traigan”, sugirió el curita. Más de un
español de ancha ceja negra, se rascó la mollera y masticó un “coño”. Pero al
rato izaron velas y se largaron a cruzar el Atlántico una vez más.
Así, los cultos africanos llegaron a América a bordo de las
naves negreras. Con el tiempo se adaptaron, crecieron y se fusionaron con la
creencia importada por los europeos y convertida en predominante a fuerza de
torturas y sometimiento: el catolicismo. Por eso es que la mayoría de las
imágenes que estos cultos afroamericanos adoran son las mismas que se encuentran
en las iglesias católicas: santos y vírgenes de piel blanca, pálidos, con todo
el cuerpo oculto bajo largas ropas protectoras de la moral y las buenas
costumbres. Piense el lector que la principal fuerza de Iemanjá es la
maternidad.
Janaína es la matrona de las mujeres embarazadas. Tiene 15
hijos y nunca nadie dijo que los concibió con el espíritu santo. Sin embargo se
la representa con un vestido largo y el aspecto de la Virgen María. Cuando en
realidad debería ser una morena imponente con las tetas más generosas de los
siete mares, las caderas más anchas y el aspecto más voluptuoso del océano.
La explicación a esta incoherencia es la siguiente: si
bien los esclavos africanos trajeron sus creencias, los blancos que los
explotaban les prohibieron adorar a esos dioses. En cambio los obligaron, a
puro latigazo, a que adorasen a la Santa María, a la Santa Rita o al San José.
Pero los negros no querían abandonar sus creencias y
cambiarlas por las creencias de otro. Menos aún por las de una raza que los
había secuestrado de sus tierras, los apaleaba a diario y los hacía laburar
como bestias de carga a cambio de un puñado de comida sobrante. Fueron tantos
los castigos que recibieron que no les quedó otra que demostrarles a sus amos
que habían asimilado la nueva fe. Que ahora eran devotos del dios católico. Sin
embargo lo que hicieron fue engañarlos: pusieron en sus altares imágenes
católicas, se arrodillaban ante ellas, hacían la pantomima del rezo, pero por
dentro, único lugar donde los negreros no podían acceder, adoraban a sus
propios dioses: Oxalá, Changó, Olorúm y Jemanjá.
Así surge el umbanda en Brasil, el vudú en Haití, la
santería en Cuba y las demás religiones afroamericanas, fusionadas con el
catolicismo.