El infierno en el que viven las mujeres refugiadas en Europa


Refugiadas Sirias huyendo de la ciudad de Qara.
Extractos del reportaje “Un infierno en el refugio” de Emma Riverola - El Periódico - Setiembre 2015.

En las oficinas de Médicos sin Fronteras se acumulan los certificados médicos y legales de violencia sexual. Se guardan allí durante diez años. Por si las mujeres agredidas deciden utilizarlos para denunciar. Son miles. La mayoría de las víctimas nunca los solicitarán, simplemente mantendrán la vista fija en el horizonte y seguirán adelante. Algunas fueron violadas cuando la milicia asaltó la aldea, otras durante la huida, o en el campamento de refugiados. Quizá fue un guerrillero. O un vecino. O un maestro. O un casco azul. Cada año, decenas de miles de casos certificados de violación. Imposible saber el número real, que es muy superior a lo que podamos imaginar.

En los círculos del infierno de los refugiados, las mujeres habitan los avernos invisibles. (…) Patricia Lledó, ginecóloga de Médicos Sin Fronteras (MSF) que ha atendido a mujeres refugiadas en Liberia, Sudán, Somalia, Afganistán nos cuenta que en las primeras horas de una emergencia, del estallido de un conflicto o de una desgracia natural, el foco de atención recae en los heridos y en los muertos. Pero, al cuarto día, a las puertas de los hospitales esperan decenas de mujeres con sus vientres henchidos por las violaciones. Sus vidas corren peligro, pero difícilmente atraerán a los objetivos de las cámaras.

En cualquier población femenina, una de cada siete mujeres tiene complicaciones en el embarazo que ponen en riesgo su vida. Una proporción dramática que el seguimiento médico convierte en mínima. En España, el índice de mortalidad en el parto es de 1 entre 3.600. En Sierra Leona o Liberia, de 1 por 36. El trayecto hacia el hospital, ese instante que podemos recordar lleno de inquietud y alegría, adquiere tintes oscuros cuando no hay caminos que te lleven hacia él. Cuando no hay dinero, ni luz ni agua ni nadie que pueda atenderte. Cuando no hay nada.

La experiencia ha llevado a las organizaciones humanitarias a redoblar los esfuerzos en la asistencia a la mujer. Por ejemplo, en Haití, el hospital materno-infantil es la única instalación que aún mantiene MSF. Esa misma experiencia les ha llevado a instalar las letrinas de mujeres de los campos de refugiados en las zonas de mayor control y con una iluminación potente. Con esta sencilla medida han logrado reducir de un modo notable las violaciones que cada noche se producían. Los esfuerzos se redoblan en todas las zonas donde hay crisis humanitarias. Donde ellas viven atrapadas por el terror, incapaces de proteger a sus hijos ni a sí mismas.

Porque el dolor es insoportable cuando tu hija de cinco años acaba de ser violada y agoniza destripada, rota, desgarrada. Cuando tu hijo se ha criado viendo cómo violaban a sus vecinas, a sus hermanas, a ti misma. Y hoy es él el que viola. Porque a ti te violaron aquella noche en el campamento o cuando ibas a por agua. Y volviste junto a tus hijos, respiraste hondo y te inventaste los arrestos para continuar. Al día siguiente, con un pequeño colgando del pecho y los otros dos agarrados de tus manos, seguiste el camino. El futuro quizá está en el siguiente paso o en el otro o en el de más allá. En cualquier caso, el futuro de tus hijos está en tus manos. Porque si mueres…

Cuando una madre muere, hay un 50% más de riesgo de que los hijos mueran. Si ese sombrío porcentaje lo sumamos a la estadística de mortalidad infantil de algunos países, en los que 1 de cada 7 niños menores de cinco años fallece, los números de la muerte ascienden a 3 de cada 7 pequeños. Por los hijos, las madres aguantan hasta el límite de sus fuerzas. La historia se repite entre las poblaciones más castigadas. Ellas soportan el dolor, las violaciones, el hambre o el denigrante intercambio de favores. Sexo por un espacio en una patera. Por un poco de comida para tus hijos. Por una lona para dormir a cubierto. Cuando lo han perdido todo, su cuerpo es la única mercancía.

Ahí están las mujeres de Siria, hace cinco años tan parecidas a nosotras, disfrutando de una asistencia sanitaria consolidada y un nivel de vida confortable. Ahora, huyen de un país arrasado. Las ciudades, destruidas. Los servicios mínimos, desbaratados. Muchas, con los maridos muertos o luchando en el frente. Y la violencia más extrema a la vuelta de la esquina. Ellas, con sus hijos, su soledad, su impotencia y su vulnerabilidad, son la diana de todo el horror. El eslabón más débil de la cadena pero, a la vez, el soporte de la subsistencia.

La guerra, el hambre, pero también la violencia sexual, la discriminación extrema, llevan a las mujeres a convertirse en refugiadas. Su huida no solamente supone un drama personal en el que se acumulan traumas psicológicos y físicos, sino también un terrible vacío para los países que dejan atrás. Sin ellas, los campos no se cultivan, las familias se disgregan, el país entero se desmorona. Sin ellas, no hay posibilidad de futuro.

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