Hay entrevistas que
requieren ser vistas. Esta es una de ellas. Ver sus ojos verde clarísimo, su
fragilidad, sus rudas manos a las que les falta un dedo que se llevó el mar. Oír
su voz dulce y sentir que lo que cuenta, su vida faenando en un pesquero
durante diez años en Alaska, no es una paradoja. Lili muestra que fragilidad y
fuerza van de la mano, que hombres y mujeres pueden ser compañeros, que
compartimos fiereza y ternura con el resto de los animales. A los 20 años dejó
su casa, recorrió Asia con lo puesto, EE.UU. entre camioneros sin perder la
inocencia, la misma que la convirtió en un marino durante años o en pastora
transhumante después. Luego Lo cuenta en su pirmera novela “Allí, donde se
acaba el mundo” (Lumen), que ha sido obra finalista del premio Goncourt.
Tengo 56 años. Nací en
Alsacia. Vivo en Burdeos y mi compañero (hace diez años), en los Alpes: un buen
equilibrio. Yo soñaba con la anarquía, pero el humano no es suficientemente
responsable. Considero las religiones muy útiles, te llevan más allá de la
realidad material, pero yo creo en la fuerza de la naturaleza
Y fue pastora trashumante. Tiene una sabiduría
esencial, fruto de la libertad.
Siempre tuve la idea de que
si recorría mundo con sencillez acabaría encontrando el sentido de la vida.
Se fue a los veinte años.
Estuve un año en Asia. En
India dormía en las estaciones, sobre un trozo de tela, como los indios. Estaba
sola y desnuda ante el mundo.
¿Y qué descubrió?
Que las cosas no eran como
yo pensaba. Trabajé en bares en el puerto de Hong Kong sin darme cuenta de que
aquel era un universo peligroso. Descubrí que la gente que tiene poco dinero,
como las chicas que trabajaban allí, no son necesariamente buenas personas; ni
los ricos necesariamente malos.
Desmontó tópicos.
Fue importante, porque como
hija de un pastor protestante tenía muy marcado el concepto del bien y del mal.
¿Y no le daba miedo dormir en la calle?
A veces, pero siempre supe
que era importante abandonar la seguridad; ahí empieza el viaje.
¿El mundo la trató bien?
Sí. Creo que la gente
inocente, naif o estúpida, de algún modo está protegida.
Trabajó como temporera.
Sí, en Canadá. Con gente
muy curtida llegada de todas partes del mundo, básicamente hombres: tuve que
aprender a defenderme.
Es usted delgadita y frágil...
Has de correr más rápido,
anticiparte, morder fuerte. No siempre sales indemne. Creo que es importante
superar esas contingencias físicas; son como peleas de perros: rápidas,
feroces..., luego todo queda en calma.
No es agradable que te acosen.
El acoso esconde una
herida, una debilidad: esa necesidad de amor que ves por todas partes.
¿Amor o dominio?
Amor, no saben hacerlo de
otra manera, su universo es físico. Después de la lucha, de venir a molestarme,
sentían vergüenza. Acabaron respetándome.
¿Pero qué necesidad tenía de estar ahí?
No quería rendirme y
marcharme. Amaba esa vida en la naturaleza, quería trabajar de sol a sol,
dormir junto al lecho del río y no estar encerrada dentro de la condición de
mujer.
También recorrió Estados Unidos.
Allí descubrí los grandes
espacios. Crucé el país en autostop y deseé que nunca acabara. Supe de la
fraternidad de la gente de la carretera. Los camioneros nunca me molestaron. A
veces no había nada durante miles de millas y ellos me hacían un hueco en el
colchón. Nunca me tocaron. En cierto modo eran como marinos. Pero cuando llegué
a Alaska supe que ese era el lugar, la última frontera. Llevaba 12 años lejos
de casa.
Llegó a un mundo duro y salvaje.
Sí, pero también un mundo
en el que te sientes más libre. Si mantienes un cierto código del honor, puedes
hacer lo que te dé la gana. Tal como dicen allí los marinos, tienes derecho a
estar loco. Con los años me convertí en uno de ellos.
Vayas donde vayas te encuentras con la simpleza
humana: borracheras, peleas...
Cierto, pero cuando estás
en una vida primaria porque el trabajo es intenso, donde lo único importante es
comer, poder dormir, tener un poco de calor..., entonces llegas más rápido al
corazón de las cosas y de la gente.
¿Y ese corazón no es decepcionante?
No. En el barco lo que
cuenta es la pesca y la supervivencia. Salir de ti y saber que hay algo más es
una experiencia muy bella. Y cuando el tiempo era malo y veía ese vacío negro
que llega después de la gran ola, me sentía fascinada.
¿Nunca tuvo miedo?
Sí, cuando un compañero cayó
al agua y se ahogó. Pasábamos semanas en el mar abastecidos por barcos nodriza.
Dormíamos en pequeñas literas arrullados por el ruido ensordecedor del motor,
el olor de la humedad, de los cuerpos, de los trajes de plástico...
¿Qué descubrió en ese mundo masculino?
Acumulé un montón de
hermanos que me descubrieron que yo era una mujer aunque vistiera un
impermeable, tuviera la cara llena de sangre y el pelo lleno de pescado. “Eres
una mujer mucho más allá de tu vestimenta –me dijeron–, lo eres en cada uno de
tus gestos y en tu interior”. Me sentó muy bien, la apariencia no es nada.
¿Por qué huía de su feminidad?
Yo quería entrar en ese
universo masculino, en la fuerza, en la aventura. No quería limitarme a una
profesión femenina en la que tienes que cuidar tu cuerpo. Temía provocarles si
me ponía un vestido bonito en tierra –demasiadas pocas mujeres–, y ellos se
burlaban de mí: “Te puedes poner un vestido, Lili, no pasa nada”.
¿Cómo se llevaba con las mujeres?
Decían que conseguía trabajo
acostándome con el patrón. Eran celos de mi proximidad con los hombres, porque
ellas los tenían como amantes, pero yo conocía sus sueños. Me expulsó Inmigración
porque no tenía papeles, alguien me vendió y no pude volver en diez años.
Cambió los hombres por las ovejas.
Fui pastora trashumante
durante ocho años. Pasaba muchos meses sola con las ovejas. Aquello no distaba
tanto de la vida en el mar.
¿Alguna conclusión?
Añoro los animales, su
calor, su olor, su mal carácter y su inteligencia. Y no me gusta su final.
Ahora escribe, ¿a qué le da vueltas?
Yo creo que la naturaleza
es nuestra base, es lo que nos equilibra. Lo demás, todo lo vivido, ya no nos
pertenece, ya no sirve para nada. Hay que salir de uno mismo. Las fronteras las
tenemos dentro.