• La pérdida de la inocencia


Por Clarissa Pinkola Estes

Mientras uno está ocupado ejercitando su creatividad, su creatividad está ocupada tratando de hacer algo útil y digno de uno.

Mi abuela Beneficia era una mujer muy interesada en las cuestiones relativas a lo mundano y lo espiritual. Creía que todo ser humano lleva consigo una parcela de tierra que le ha dado Dios, y que esa parcela tiene mil ojos, no tanto para vernos como para permitirnos ver lo cotidiano y lo que está más allá. A esta fuerza ella la llamaba “la luz”. En la psicología analítica, esta luz, simbolizada por Helios, es denominada el self (sí mismo o identidad). El self es consciente de todos los esquemas y pautas de la psique, de todos los ciclos comunes a los seres humanos, de los impulsos rituales; Jung postuló que, además, tiene acceso a cuestiones que están fuera del mundo material. Un artista joven e inexperto tal vez ignore que el proceso de pérdida y retorno es una de las cosas más importantes que puede enseñarnos la vida creativa. ¿Acaso creemos que la creación sólo consiste en “hacer cosas”? No, esa es su función más secundaria; su objetivo principal es hacernos, es decir, hacer de una persona (si tiene suerte) un ser de mil ojos, e sepa desplazarse con facilidad por el mundo terrenal y también por el de los espíritus. 

A lo largo de los años, mantuve muchas charlas con mi abuela acerca del arte. Yo solía preguntarle: “Abuelita, ¿qué es el arte?”. Ella movía el dedo índice en señal negativa: “Hay que esperar, hay que esperar…”, me decía. Fumaba cigarrillos negros y nos servía un café espesísimo. Una vez me mostró un gastado cucharón de madera que, en una ocasión, por accidente, se había quemado en uno de los extremos. 

“¿Ves este cucharón?”, me preguntó, levantándolo para que yo viera que en el otro extremo tenía grabada la figura de un árbol que mi abuelo había hecho con su cortaplumas. “Si no tuviera grabada esa figura, yo tendría que hacerla” - añadió. 


Yo no comprendía cuál era el sentido de tallar la madera si el cucharón cumplía una finalidad puramente utilitaria. Con o sin grabado, podía servir igual. Ella me explicó: “Hacer señales buenas o bellas en los objetos que usamos diariamente es nuestra manera de llamar a Dios para que baje y se nos presente. Si tú quieres ir a algún sitio lejano, necesitas un mapa. Dios necesita señales para venir aquí”. 

Me convenció de que las obras de arte son diagramas para guiar a Dios hacia la propia familia o comunidad. 


“Yo lo atraigo a Dios con las señales más hermosas que puedo, con lindas plegarias, eligiendo las mejores frutas y verduras en nuestra huerta, bordando algún pequeño dibujo en los repasadores y hasta adornando todo, incluso poniéndome linda yo misma… Todo esto lo guía a Dios para que llegue aquí sin perderse.” 

¿Y por qué se lo necesitaría a Dios en medio del revoltijo de la cocina? 
“Porque, sin el Gran Señor, uno podría pasarse cocinando todo el día y nunca cambiaría. Con el Señor, uno cambia. Eso es todo.”

Y qué pasa con los que descuidan la tarea de hacerle señales? 

“Si alguien asegura que puede crear algo bueno, algo que alimente, sin la presencia de Dios, si alguien te dice que se convirtió en un ser importante sin la ayuda del Señor, no hace más que hablar pura porquería.” Me quedó en la memoria el énfasis con que dijo “pura porquería”. 

Ella me convenció de que Dios ama el arte, que no puede vivir sin él, y que anda rondando cerca de toda obra de arte realizada con una intención genuina. Mi abuela sentía esta verdad en sus huesos. Si el self está presente en el proceso creador, no sólo el arte se torna más profundo, porta mayor sentido, sino que también el artista cambia y crece.

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