Es tanta la gente que hoy va por la
calle con los oídos tapados por auriculares o por la voz que les chilla desde
su móvil, que se pierden una de las cosas que a mí siempre me han gustado: frases
sueltas o retazos mínimos de conversaciones que uno escucha involuntariamente a
su paso. Si uno no pega el oído a propósito ni acompasa su andar al de los
transeúntes locuaces –y eso no me parece bien hacerlo: es cotilleo–, le llega
en verdad muy poco: en un diálogo escrito daría tan sólo para dos o tres líneas.
Para alguien dado a imaginar tonterías, resulta sin embargo suficiente para
hacerse una composición de lugar de la relación entre los hablantes, o
figurarse un esbozo de cuento o historia. Hace unos días, al subir por Postigo
de San Martín, oí una de esas ráfagas voladoras que me hizo sonreír y se me
quedó en la cabeza. Pasé junto a tres mujeres que quizá estaban ya despidiéndose,
paradas junto a una chocolatería, si mal no recuerdo. Eran de mediana edad, sin
duda habían dejado atrás los cincuenta, aunque no me dio tiempo a reparar en su
aspecto. Reían con ganas, se las notaba de excelente humor y contentas. Una de
ellas dijo: “Qué bien estamos las mujeres”. Otra contestó rápida: “Ay, y que lo
digas”. Y la tercera apostilló: “Y nos lo pasamos genial”. Yo continué mi
marcha, eso fue todo. Pero capté bien el tono, y no era voluntarioso, sino
ufano; no era que trataran de convencerse de lo que decían, sino que estaban
plenamente convencidas y lo celebraban, como si pusieran una rúbrica verbal a
lo bien que se lo habían pasado el rato que habían permanecido juntas. No sé
muy bien por qué, me animaron y me hicieron gracia.
Sería difícil escuchar estos tres
mismos comentarios en boca de hombres, y aún más en varones de edad parecida.
Sería raro que se ensalzaran en tanto que sexo (“Qué bien estamos los hombres”),
incluso que se rieran tan abiertamente y tan de buena gana como aquellas tres
señoras simpáticas y tan conscientes de su enorme suerte. La suerte de
disfrutar con las amigas, de compartir diversión y charla, con una especie de
juvenilismo natural, no forzado ni impostado, irreductible. Llevo toda la vida
observando que no hay demasiadas mujeres amargadas ni excesivamente melancólicas.
Claro que las hay odiosas, y en la política abundan. Las hay que se esfuerzan
por perder todo vestigio de humor y mostrarse duras; las hay de colmillo
retorcido, venenosas y malvadas (legión las televisivas); tiránicas o brutas,
zafias o de una antipatía que hiela la sangre; también las hay
insoportablemente lánguidas, que han optado por andar por la vida como
sufrientes heroínas románticas. Lejos de mi intención hacer una loa
indiscriminada y aduladora, las hay de una crueldad extrema y las hay tan
idiotas como el varón más imbécil. Pero, con todo, y pese a que hoy tiende a
proliferar el tipo serio y severo, la mayoría posee un buen carácter, cuando no
uno risueño. Cada vez que veo a matrimonios de cierta edad, pienso que más
valdrá que muera antes el marido, porque conozco a bastantes viudos desolados y
que no levantan cabeza nunca, que se apean del mundo y se descuidan y
abotargan, que pierden la curiosidad y las ganas de seguir aprendiendo, que se
convierten sólo en eso, en “pobres viudos” desganados y desconcertados. Y en
cambio casi nunca he visto a sus equivalentes en mujeres. Apenas si hay “pobres
viudas”, es decir, señoras o incluso ancianas que decidan recluirse, que no
superen la pena, que pasen a un estado cuasi vegetativo, de pasividad e
indiferencia. Por mucho que les duela la pérdida, suelen disponer de mayores
recursos vitales, mayor resistencia, mayor capacidad para sobreponerse y
encontrarle alicientes nuevos a la existencia.
De todos es sabido que las mujeres
leen más, desde hace muchos años; pero también van más al cine, al teatro, a
los conciertos y exposiciones, y las conferencias están llenas de ellas. Salen
a pasear, a curiosear, quedan con sus amigas y viajan con ellas. He conocido a
varias mujeres que ya habían cumplido los noventa (recuerdo sobre todo a María
Rosa Alonso, estudiosa canaria amiga de mis padres, que aún me escribía con
letra firme y mente clara e inquieta a los cien años) y se quejaban de que les
faltaba tiempo para todo lo que querían hacer, o estudiar, o averiguar.
Hablaban con la misma impaciencia por aumentar sus conocimientos que se percibe
en los jóvenes despiertos, mantenían intactos su entusiasmo, su sentido del
humor, su capacidad de indignación ante lo que encontraban injusto, su calidez,
su risa pronta, su afectuosidad sin cursilería. Las mujeres han sido siempre en
gran medida el elemento civilizatorio, las que han hecho la vida más alegre y más
amable, y también más cariñosa, y también más compasiva. No hace falta recordar
que son las que educan a todo el mundo en primera instancia y las que atienden
y ayudan más a las personas cuando su final está cerca. En esas mujeres
generosas (las hay que no lo son en absoluto), la generosidad no tiene límites.
Pero, por encima de todo, mantienen en gran medida la juventud a la que muchos
varones renunciamos en cuanto la edad nos lo reclama. Somos pocos los que no
tenemos plena conciencia de los años que vamos cumpliendo, para atenernos a ellos.
A numerosas mujeres les trae eso sin cuidado, para su suerte: están tan poseídas
por sus energías de antaño que no hay manera de que las abandonen. “Y nos lo
pasamos genial”. Cuán duradera es ya la sonrisa que me provocó esa frase
celebratoria que cacé al vuelo.