El
problema es que casi ya no hay mujeres. Sostengo que las mujeres han
desaparecido, que ha habido una catástrofe, que la raza de las mujeres ha
quedado dispersada, aniquilada, ante nuestros propios ojos que no veían.
Señores,
la mujer, la descendiente del paleolítico y del neolítico, nuestra madre,
nuestra hembra y nuestra diosa, el ser que yo llamaría la mujer del hombre y de
la que ya no tenemos idea, ha sido perseguida, alcanzada en su cuerpo físico y
en su cuerpo mental y enviada a la nada.
Las
entrañas de la Tierra están llenas de bosques hundidos, de restos de especies
de animales desaparecidas, de cenizas de razas humanas y sobrehumanas cuya
historia, si nos fuera revelada, desafiaría a la más loca imaginación. Nuestra
verdadera hembra también está mezclada en el humus de los abismos subterráneos.
¿Por qué? ¡Ah, señores, reflexionen! Es ella la que ha pagado los gastos de la
inmensa, la implacable lucha contra las religiones primitivas de Occidente.
Esa
lucha es toda la historia del mundo llamado civilizado. ¿Creen ustedes que allí
donde las legiones romanas no aclimataron jamás su religión, en la Galia, por
ejemplo, o en Gran Bretaña, los soldados de Cristo encontraron una tierra
virgen de pensamiento y de dioses? En mil lugares de nuestra Europa, en las landas,
en las llanuras con menhires, en el fondo de los matorrales y en las riberas
donde cantaba Pan, subsistía la religión indígena proveniente de la noche de
las edades, la verdadera religión del hombre occidental.
Señores,
considero seguro que Europa vivió durante milenios un elevado pensamiento
místico, él mismo proveniente de otras épocas, consagrado al Dios Cornudo y a
la exaltación del principio femenino. Considero evidente que esa espiritualidad
original fue barrida con violencia, a sangre y fuego, por una religión
extranjera venida de Oriente: el cristianismo. El Dios Cornudo, protector de la
antigua humanidad del Oeste, fue llamado Diablo y maldecido.
Los
ídolos inmemorables fueron derribados y con ellos hubo que destruir también su
sostén: la mujer madre, la mujer diosa, la mujer hembra, la verdadera mujer.
Las
almas virtuosas de hoy denuncian los excesos del colonialismo reciente: los
indios eliminados, los magos de África extinguidos, las civilizaciones negras
martirizadas. ¿Y quién habla de nuestros antiguos tótems que fueron derribados,
de nuestro Dios que fue envilecido y perseguido, de nuestras sacerdotisas que
fueron exterminadas, de nuestra mujer que nos fue sustraída? La vieja Europa
también ha sido colonizada y desfigurada. Sí, señores, me atrevo a decirlo.
Desde
el punto de vista puramente antropológico en el que me sitúo, la historia de la
Iglesia cristiana es la historia de una guerra hecha por el extranjero contra
un culto indígena muy antiguo, muy poderoso, muy profundamente arraigado, y de
un crimen contra la raza humana femenina en su totalidad. Nosotros hemos
perdido nuestra mitad, señores. Nos la han matado. Lo demostraré.
No
acuso. Ese crimen fabuloso era tal vez necesario. Y tal vez era fatal. La
civilización no sería lo que es si la verdadera mujer existiera todavía.
Seguiríamos creyendo en el Paraíso sobre la tierra. El espíritu humano no
hubiera tomado nuevos caminos. No estaríamos hoy a punto de alcanzar las
galaxias lejanas, no hubiéramos abierto anchas puertas en el universo, por las
cuales penetra ya la llamada del Dios último en el que se fundirán todos
nuestros dioses, en quien el espíritu del mundo se reabsorberá un día, habiendo
cumplido su misión.
Pero
veamos ese crimen. Exterminación física en las hogueras: evocaré los centenares
de miles de verdaderas mujeres, llamadas hechiceras y quemadas como tales, y
los millones de otras mujeres vencidas y cambiadas por el temor. Los remito a
Michelet visionario de La Sorcière,
libro admirable e incomprendido. Exterminio por la propaganda, arma más segura
que todas las demás, lo sabemos ahora, y más eficaz entonces que el potro, los
cepos y la camisa azufrada. Guerra revolucionaria de la Caballería contra la
mujer verdadera en provecho de un nuevo ídolo. Y por último, en un plano más
amplio, más misterioso y sin embargo concomitante, mutación descendente de la
especie. De modo que, poco a poco, un ser diferente ha sustituido al ser
femenino auténtico.
Señores,
el ser que nosotros llamamos mujer no es la mujer. Es una degeneración, una
copia. La esencia ya no está, el principio ya no está, nuestro gozo y nuestra
salvación ya no están [...] Llamamos mujeres a seres que sólo tienen la
apariencia de mujeres, tomamos en nuestros brazos imitaciones de una especie
total o casi totalmente destruida.
La
mujer es rara, dice Giraudoux. La mayoría de los hombres se casan con una
mediocre falsificación de hombre, un poco más marrullera, un poco más flexible,
se casan consigo mismos. Se ven a sí mismos pasar por la calle, con un poco más
de pecho, un poco más de caderas, todo envuelto en un jersey de seda, entonces
se persiguen a sí mismos, se abrazan, se casan. Es menos frío, después de todo,
que casarse con un espejo. La mujer es rara, franquea las corrientes, derriba
los tronos, detiene el paso de los años. Su piel es el mármol. Cuando hay una,
es el atolladero del mundo...
¿A
dónde van los ríos, las nubes, los pájaros aislados? Se arrojan a la Mujer...
Pero ella es rara... Hay que huir cuando la vemos, pues cuando ella ama, cuando
detesta, es implacable. Su compasión es implacable... Pero ella es rara.
La
verdadera mujer, la que nos viene del fondo de los tiempos, la mujer que nos
fue dada, pertenece totalmente a un universo extraño al del hombre. Ella brilla
en el otro extremo de la Creación, conoce los secretos de las aguas, las
piedras, las plantas y los animales. Ella mira directamente al Sol y ve claro
en la noche, posee las claves de la salud, del reposo, de las armonías de la
materia.
Es la
hechicera blanca intuida por Michelet, el hada de anchos flancos húmedos, de
ojos trasparentes, que espera al hombre para recomenzar el paraíso terrestre.
Si ella se entrega a él, es en un movimiento de pánico sagrado, abriéndole, en
la cálida oscuridad de su vientre, la puerta de otro mundo. Es la fuente de la
virtud: el deseo que inspira consume la excitación. Hundirse en ella devuelve
la castidad. Es estéril, pues detiene la rueda del tiempo. O más bien, es ella
quien insemina al hombre: lo vuelve a parir, reintroduce en él la infancia del
mundo. Lo restituye a su trabajo de hombre, que es subir lo más alto posible en
sí mismo. Se dice «superhombre», no se dice «super-mujer», pues la mujer, la
verdadera, es la que hace al hombre más de lo que es. A ella le basta existir
para ser con plenitud. El hombre debe pasar por ella para pasar al ser, a menos
que elija otras ascesis, donde también la encontrará, bajo formas simbólicas...
Señores,
descubrir a la verdadera mujer es una gracia; no asustarse de ella es otra.
Unirse a ella exige la benevolencia de Dios... ¡Qué extraño encuentro! Ella
aparece bruscamente entre el rebaño de falsas hembras, y el hombre favorecido
que la ve se pone a temblar de deseo y de temor…