Autora: Ruth
Kamnitzer - Traducción: Ana Isabel
Chinchilla
Tomado de www.crianzaconapegonatural.wordpress.com -
Fuente original Úteros
de Guerrilla
Hay en Mongolia un dicho
muy utilizado que afirma que los mejores boxeadores toman leche materna durante
al menos seis años, afirmación muy seria para un país en el que el boxeo es el
deporte nacional. Me trasladé a Mongolia cuando mi primer hijo tenía cuatro
meses y viví allí hasta que cumplió tres años.
Criar a mi hijo en aquellos
primeros años en un lugar donde la actitud hacia la lactancia materna es tan
radicalmente diferente de las costumbres que prevalecen en Norteamérica me
abrió los ojos a una visión completamente diferente de cómo podría ser todo.
Los mongoles no solamente prolongan la lactancia materna, sino que además lo
hacen con más entusiasmo y menos inhibiciones que casi nadie de quienes
había conocido hasta entonces. En Mongolia, la leche materna no es sólo para
bebés; no se trata sólo de nutrición y definitivamente no es un tema sobre el que
se imponga la discreción. Es la madera de la que estaba hecho Genghis Khan.
Al igual que muchas madres
primerizas, no había pensado demasiado sobre la lactancia antes de tener a mi
bebé, pero minutos después de que mi hijo Calum saliera, se agarró a la teta y
durante los siguientes cuatro años no parecía nada dispuesto a soltarse. Tuve
suerte, porque en muchos aspectos la lactancia nos resultó sencilla: ninguna
grieta en el pezón, rara vez un pecho ingurgitado. Mentalmente las cosas no
eran tan sencillas: a pesar de lo mucho que amaba a mi bebé y disfrutaba del
vínculo que nos ofrecía la lactancia, en ocasiones resultaba insoportable. No
estaba preparada para la magnitud de mi amor por él ni para la intensidad de su
necesidad de mí en exclusiva y de mi leche. “No le permitas que te convierta en
un chupete humano”, me advirtió una enfermera canadiense pocos días después del
nacimiento de Calum, que mamaba a todas horas, pero yo repasaba todos los
posibles motivos de su llanto (¿gases?, ¿pañal? ¿infraestimulación?
¿sobreeestimulación?) y por lo general acababa dándole teta de nuevo. Me
preguntaba si hacía bien.
Entonces me trasladé de
Canadá a Mongolia, donde mi marido llevaba a cabo unos estudios sobre vida
salvaje. Allí los bebés están siempre envueltos en varias capas de gruesas
mantas, atados con cuerda como un paquete que no quieres que se rompa en el
correo. Cuando un paquete murmura, se le pone un pezón en la boca. No se les
cambia muy a menudo y nunca se les hace eructar. No hay ni siquiera una manos
en las que poner un sonajero. Por supuesto, no hay ratitos boca abajo. Los
niños permanecen envueltos hasta al menos los tres meses, y cada vez que emiten
un sonido, se les da de mamar.
Esto resultaba interesante.
A los tres meses, los bebés canadienses ya tienen actividades sociales, incluso
natación. Algunos aprenden a “calmarse solos”. Yo daba por sentado que había
muchos motivos por los que un bebé podía llorar y que era mi trabajo averiguar
la razón y darle la solución adecuada. Pero en Mongolia, aunque los bebés
puedan llorar por muchos motivos, sólo hay una solución: leche materna. Dejé de
darle vueltas e hice lo mismo.
En Canadá la lactancia
materna aún está rodeada de cierto misticismo, pero en realidad no estamos
demasiado acostumbrados a ella. La lactancia se realiza en casa, en grupos de
lactancia, quizá en alguna cafetería: rara vez se ve en público y desde luego
nosotros mismos no tenemos recuerdos conscientes de haber sido alimentados con
pecho. A esta íntima
actividad entre madre e hijo se la trata con secretismo y
educadas miradas hacia otro lado, y se considera casi igual que las
demostraciones públicas de intimidad en una pareja: no es tabú, pero sí que
causan ligera incomodidad y son educadamente ignoradas. Cuando el silencioso y
angelical recién nacido se convierte en un niño activo resuelto a comunicar a
todo el mundo lo que está haciendo a cada momento, bueno, entonces esos ojos se
apartan con mayor rapidez e intensidad, a veces con el ceño fruncido.
En Mongolia, dar el pecho
en público, en lugar de relegarme a la sección de “sólo mamás”, me puso
decididamente en el centro de atención. Su práctica universal de dar pecho en
cualquier momento y lugar, así como la cercanía en la que la mayoría de los
mongoles vive, implica que todos están acostumbrados a ver un pecho en acción.
Les alegraba ver que hacía las cosas a su manera (que por supuesto era la
manera correcta).
Cuando daba pecho en el
parque, las abuelas me brindaban sus historias sobre cómo habían alimentado a
sus doce hijos. Cuando daba pecho en el asiento trasero de los taxis, los
conductores levantaban sus pulgares por el retrovisor y me aseguraban que Calum
se convertiría en un gran boxeador. Cuando paseaba por el mercado acunando a mi
hijo en mis brazos mientras mamaba, los comerciantes me hacían un sitio en su
puestos y le decían al niño que se lo bebiera todo. En lugar de mirar a otro
lado, la gente se inclinaba sobre Calum y le besaba la mejilla. Si se soltaba
de la teta en respuesta a la atención recibida, dejando mi pecho chorreando y
completamente expuesto, no pasaba nada. Nadie se quedaba mirando, nadie
apartaba la vista: simplemente se reían y se limpiaban la leche de la nariz.
Desde que Calum tenía
cuatro meses hasta los tres años, allá donde fuera, oía una y otra vez lo
mismo: “La teta es lo mejor para tu bebé, lo mejor para ti” La aprobación
constante me hacía sentir que hacía algo importante que interesaba a todos;
exactamente la clase de aprobación pública que *toda* madre reciente necesita.
Para cuando Calum cumplió
los dos años, yo ya había descubierto lo útil que podía ser la lactancia
materna. Nada hace que un niño se duerma más rápido, alivia el aburrimiento de
un largo viaje en coche, o calma una tormenta que se cierne, tan rápidamente
como una poca leche calentita de mamá. Es la ayuda más útil para la madre
perezosa, y yo creía que le daba todos los usos, pero los mongoles lo llevaban
más lejos.
Durante los inviernos
mongoles, pasaba muchas tardes en en el yurt de mi amiga Tsetsgee, huyendo del
frío glacial de fuera. Fue instructivo comparar nuestras técnicas de crianza.
Cuando estallaba una pelea por los juguetes entre nuestros hijos de dos años,
mi primera reacción era restablecer la paz distrayendo a Calum con otro juguete
al tiempo que le explicaba los principios de compartir las cosas, pero esto
llevaba tiempo y una media de éxito de tan sólo un cincuenta por ciento, En el
restante cincuenta por ciento de veces, cuando Calum no quería dar su brazo a
torcer y su frustración aumentaba hasta el punto de ebullición, lo cogía y le
acunaba en brazos para amamantarle.
Tsetsgee tenía una táctica
diferente. Al primer murmullo de discordia, se levantaba la camisa y empezaba a
menear sus pechos con entusiasmo, diciendo: “¡Ven aquí, cariño, mira lo que
tiene mami para ti!” Su hijo apartaba la vista de los juguetes para mirar las
dianas de sus pechos y siempre se iba hacia ellos. ¿Media de éxito? Cien por
cien.
Para no ser menos, adopté
la misma estrategia. Allí estábamos, dos madres agitando los pechos como
strippers compitiendo por atraer a un cliente. Si los abuelos estaban por allí,
se unían a la representación. Los pobres críos no sabían a dónde mirar: la
tranquilizadora plenitud de los pechos de sus madres, los mustios pechos planos
de la abuela con su larga experiencia, o el extraño montón de carne que el
abuelo se agarraba en su envidia de pechos. Por mucho que lo intente, no puedo
imaginarme una escena similar en una reunión de la Liga de la Leche.
En mis clases prenatales en
un pequeño pueblo de Canadá, donde nació Calum, nos mostraron la lactancia
materna con un vídeo de una madre sueca de aspecto especialmente atlético, que
daba pecho a su niño pequeño mientras esquiaba. La clase se estremeció: “Claro
que es genial para los bebés, pero cuando ya empiezan a hablar y a andar…?”
Todas parecían de acuerdo. Yo me callé.
Me tocó a mí sorprenderme
cuando una de mis amigas mongoles me dijo que había tomado leche materna hasta
los nueve años de edad. Me quedé tan boquiabierta y estupefacta que al
principio me lo tomé a broma. Viendo ahora que mi hijo se destetó justo después
de cumplir los cuatro años, me avergüenza un poco mi inflexible incredulidad.
Aunque nueve años sea bastante edad para tomar el pecho, incluso para los
mongoles, no está fuera del rango.
Aunque no siempre era fácil
hablar sobre conceptos como “destete voluntario” con mongoles debido a la
barrera idiomática, dar pecho “a largo plazo” parecía ser la norma. Nunca
conocí a nadie que diera pecho a dos niños, lo cual me sorprendió, aunque
debido a que los intervalos entre hijos son bastante largos, la mayoría de los
niños dejaban de mamar entre los dos y los cuatro años.
Según UNICEF, en 2005 el 82
por ciento de los niños de Mongolia seguían con lactancia materna entre los 12
y los 15 meses y el 65 por ciento seguían entre los 20 y los 23 meses. El
último hijo parece que simplemente continúa, de ahí la niña de nueve años que
tomaba pecho, y si la sabiduría popular no se equivoca, de ahí la fama de
Mongolia en el boxeo.
Cuando a los tres años
Calum seguía tomando pecho con el entusiasmo de un recién nacido y yo me
preguntaba cómo surgiría el destete, sentí curiosidad sobre qué animaba a los
niños mongoles a destetarse solos. Algunas madres me dijeron que su hijo
simplemente perdió el interés. Otras dijeron que la presión de grupo tuvo que
ver, (he oído a adolescentes mongoles burlarse de otros diciendo “¡Quieres los
pechos de tu mami!” del mismo modo que se dice “¡Corre con tu mamá!”). Cada vez
más a menudo, las obligaciones del trabajo obligan a destetar antes de lo
habitual: los niños a menudo pasan el verano en el campo mientras que la madre
se queda en la ciudad trabajando, y durante esta larga separación a la madre se
le retira la leche.
Mi amiga Buana, de veinte
años, me contó su lactancia, digna de medalla de oro: “Me crié en un yurt
lejos, en el campo. Mi madre siempre me decía que me la bebiera toda, que era
buena para mí. Yo creía que todas los niños de nueve años lo hacían. Cuando fui
al colegio, lo dejé.” Me miró con un brillo travieso en los ojos “ Pero aún me
gusta beberla a veces”.
Destetarse me parecía un
suceso bastante definido. Siempre esperé que, en algún momento, las tomas se
reducirían y seguirían reduciéndose hasta que cesaran por completo. Se me
retiraría la leche y ya está. Bar cerrado.
En Mongolia no sucede así.
Hablando de lactancia con mi amiga Naraa, le pregunté cuándo su hija, entonces
de seis años, se había destetado. “A los cuatro años” me contestó, “a mí me
entristeció pero ella no quería tomar teta más”. Entonces Naraa me dijo que la
semana anterior, cuando su hija había vuelto de una larga estancia en el campo
con sus abuelos, quiso tomar teta. Naraa la complació “Me imagino que me había
echado mucho de menos” explicó, “y fue bonito. Por supuesto, yo no tenía leche,
pero no le importó”.
Pero si “destetar”
significa no volver a beber leche materna, entonces los mongoles nunca se
destetan del todo, y esto es lo que más me sorprendió de la lactancia en
Mongolia. Si los pechos de una mujer están ingurgitados y su bebé no está cerca,
irá sencillamente preguntando a sus familiares, de cualquier edad o sexo, si
quieren beber. A menudo las mujeres se extraen una taza de leche para sus
maridos para darles un capricho, o dejan una poca en el frigorífico para que
cualquiera pueda servirse.
Aunque todas hemos probado
nuestra propia leche, le hemos dado a nuestras parejas para que la prueben,
quizá hemos echado una poca al café en una emergencia ¿no?, no creo que que
muchos de nosotras la hayamos bebido a menudo. Sin embargo a todo mongol al que
he preguntado me ha dicho que le gusta le leche materna. El valor de la leche
materna está tan reconocido, tan firmemente arraigado en su cultura, que no se
considera como algo sólo para bebés. La leche materna se usa comúnmente de
forma medicinal, se les da a los mayores como una cura para todo, se usa para
tratar infecciones oculares así como (dicen) hacer más blanco el blanco de los
ojos y más intenso el marrón del iris.
Pero sobre todo, creo que
los mongoles beben leche materna porque les gusta el sabor. Una amiga mía
occidental que se extraía leche en el trabajo y dejaba la botella en el
frigorífico de la oficina se encontró un día la botella medio vacía. Ella se
rió: “¡Sólo sospecharía de que mis compañeros se beban mi leche en Mongolia!”
Vivir en otra cultura
siempre te obliga a re-evaluar la tuya. No sé cómo hubiera sido dar pecho a mi
hijo en sus primeros años en Canadá. La avalancha de observaciones positivas
que recibí en Mongolia, así como la aceptación sincera de dar el pecho en público
simplemente me asombró, y me dio la libertad de criar a mi hijo de una manera
que me parecía natural. Además de las pequeñas diferencias en nuestras
costumbres de lactancia, los detalles de cuánto y cuándo, concluí que había una
diferencia más grande en nuestros métodos de crianza.
En Norteamérica valoramos
tanto la independencia que aparece en todo lo que hacemos. Sólo se habla de qué
come tu bebé ahora, y a cuántas tomas has reducido. Incluso aunque no seas la
que hace estas preguntas, es difícil escapar de su impacto. Además se venden
tantas cosas para que tu hijo se entretenga solo y te necesite menos que el
mensaje es claro. Sin embargo en Mongolia, la lactancia no se identifica con
dependencia, y el destete no es una meta. Saben que sus hijos crecerán; de
hecho, un niño mongol normal de cinco años es mucho más independiente que uno
occidental. No hay prisa por destetar.
Probablemente lo más
valioso de criar a mi hijo en Mongolia fue que me di cuenta de que hay un
millón de maneras de hacer las cosas, y que yo podía elegir cualquiera de
ellas. Durante la lactancia de mi hijo tuve varias dificultades, y tomé y
deseché ideas y prácticas en mi intento de forjar mi propio estilo. Me alegro
de haber amamantado a Calum tanto tiempo: fueron cuatro años al final. Creo que
la lactancia fue lo mejor para mi hijo, y que tendrá una influencia duradera en
su personalidad y en nuestra relación.
Y cuando gane la medalla de
oro de boxeo en la Olimpiadas, espero que me lo agradezca.
Nota: 1. UNICEF Childinfo, “Monitoring the
Situation of Children and Women: Infant and Young Child Feeding (2000-2007)”
(January 2009).
Ruth Kamnitzer vivió durante tres años en una
tienda tradicional de tela en la campiña mongola mientras su marido, Steve,
llevaba a cabo unos estudios sobre el gato de Pallas de Asia Central. Es
licenciada en Conservación de la Biodiversidad y hoy en día vive en Bristol,
Reino Unido, con Steve y Calum.